El sembrador de bellotas

Publicado el 2 de mayo de 2025, 0:24

Durante su época como profesor en Burdeos, Ellul sorprendía a sus alumnos no solo con sus ideas radicales, sino con un acto simbólico que resumía su filosofía: mientras enseñaba sobre los peligros de la tecnocracia, llevaba bellotas en los bolsillos y las plantaba en secreto por la ciudad.

Cuando le preguntaron por qué lo hacía, respondió:
"Contra el cemento de la civilización técnica, hay que sembrar vida. Cada árbol es un acto de esperanza anarquista: crece sin permiso del Estado y da sombra a quien no pide licencia."

Este gesto reflejaba su cristianismo encarnado (creación como acto de fe) y su anarquismo práctico(acción directa no violenta). Incluso en sus últimos años, decía entre risas que sus "árboles subversivos" eran su mejor legado político.

El Sembrador de Bellotas

Los estudiantes de Burdeos murmuraban sobre aquel profesor de mirada intensa que hablaba de máquinas que devoraban almas, pero cuyos bolsillos siempre crujían con un sonido extraño. Jacques Ellul, el hombre que desmontaba con palabras los engranajes del progreso, guardaba un pequeño acto de rebelión en el forro de su vieja chaqueta.

Al caer la tarde, cuando las sombras alargadas de los edificios grises se tragaban las aceras, el profesor recorría la ciudad con pasos sigilosos. Sus manos, habituadas a hojear libros prohibidos durante la Resistencia, ahora cavaban pequeños hoyos en grietas del asfalto, junto a fábricas humeantes o en los patios de las escuelas. Una bellota aquí. Otra más allá. Como un ladrón, pero en reversa: no robaba, sino que dejaba vida donde otros solo veían cemento.

—¿Qué hace, profesor? —le preguntó una vez un alumno que lo sorprendió agachado junto a la facultad.
Ellul, con tierra entre los dedos, sonrió como un conspirador:
—Estoy cometiendo un delito técnico. Estos pequeños cómplices crecerán sin manual de instrucciones.

Los años pasaron. Mientras sus libros advertían sobre la tiranía de las máquinas, sus bellotas clandestinas se convirtieron en robles que rajaban muros, en sombras que cobijaban a borrachos y poetas, en ramas donde los pájaros anidaban sin pedir permiso al alcalde.

En sus conferencias, cuando alguien le decía que su lucha era inútil frente al avance imparable de la tecnología, Ellul se encogía de hombros:
—Miren por la ventana. Ahí fuera hay un árbol que nació de un bolsillo anarquista. La técnica puede dominar el mundo, pero nunca podrá gobernar a las bellotas.

Y en efecto, aún hoy, en pleno siglo XXI, aquellos robles siguen creciendo torcidos, libres y testarudos, como el pensamiento del viejo profesor que creía en un Dios que prefería a los inadaptados.

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