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Publicado el 13 de junio de 2025, 21:36

Esta frase de Bauman aparece en unas entrevistas publicadas en Elโ€ฏPaís (9 de enero de 2016) y en The Clinic, entre otras, donde Bauman detalla que ese colapso implica una desconexión entre el poder (capacidad de actuar) y la política (capacidad de decidir), un fenómeno causado por la globalización del poder mientras la política continúa siendo local. Pero el colapso de la confianza, va más allá del mundo político.

El colapso de la confianza

Por mucho tiempo creímos que los cargos de responsabilidad estaban vinculados al mérito, al esfuerzo, al conocimiento o al compromiso. La oficina acristalada, la tribuna, el despacho, la voz autorizada: todo eso parecía reservado a quienes habían demostrado estar a la altura. Pero esa ilusión se ha roto. Zygmunt Bauman, lo señalaba con crudeza, vivimos una crisis de confianza profunda: no creemos que los líderes —y no solo los políticos— sean dignos del lugar que ocupan. Lo grave es que, cada vez más, tienen razón quienes desconfían.

No se trata solo de los corruptos de siempre ni de los incompetentes que han hecho carrera política a golpe de ocurrencias. Se trata de una cultura instalada en demasiados sectores: académicos sin obra, empresarios sin ética, jefes sin liderazgo, responsables sin responsabilidad. Personas que no han llegado hasta donde están por sus capacidades, sino por sus contactos. Que no fueron elegidas por su talento, sino por su servilismo. Que no vencieron, sino que fueron colocadas. Y ese es el verdadero drama: ya no podemos confiar porque, antes que la mentira, se ha institucionalizado el amaño.

Los “pucherazos” —en sentido amplio— no son cosa del pasado. Hoy toman formas más sofisticadas: tribunales diseñados a medida, convocatorias con nombre y apellido, ascensos pactados en cenas privadas, méritos inflados o ficticios, redes clientelares que premian la obediencia y castigan la competencia. No gana quien vale, sino quien conviene. No importa lo que sabes, sino a quién conoces o a quién no incomodas. Y en este teatro, cada vez más ciudadanos intuyen lo que se juega tras bambalinas.

La consecuencia es devastadora: cuando el sistema recompensa a los dóciles en vez de a los brillantes, los brillantes se van. O se callan. O se cansan. La mediocridad se convierte en política de gestión. La sospecha se hace norma. Y la confianza —ese delicado lazo invisible que une a una comunidad— se rompe.

Y sin confianza no hay comunidad posible. Solo hay competencia ciega, cálculo frío, o peor aún: cinismo. Porque cuando los puestos ya no significan nada —ni inteligencia, ni honestidad, ni vocación— entonces el respeto se erosiona. Ya no admiramos al que está “arriba”; lo compadecemos, lo tememos o lo despreciamos. Y eso marca el principio del fin. Y eso no es bueno.

No se trata, por tanto, solo de limpiar la política. Se trata de limpiar los mecanismos que eligen, que nombran, que legitiman. Se trata de reconstruir una ética del mérito real, que no excluya lo humano, pero que tampoco se rinda a lo arbitrario. Se trata de volver a creer que hay personas dignas de los lugares que ocupan, y lugares que dignifican a quien los merece.

Quizás ese sea el gran reto de este tiempo: restaurar la confianza. Pero no con discursos, sino con hechos. No con eslóganes, sino con justicia. No con nombramientos decorativos, sino con procesos limpios. Porque si seguimos premiando el atajo y el engaño, el precio será más alto de lo que imaginamos: tal vez la ruina moral de una sociedad entera.

¿Nos podemos recuperar de ese colapso? Difícil, muy difícil.

Recuperar la confianza —personal, institucional o social— no es tarea rápida ni superficial. Requiere un cambio profundo en prácticas, valores y estructuras. Aquí van cinco claves para reconstruirla, que, considero, nos sirven tanto en espacios públicos como privados:

Transparencia real, no estética

No basta con “parecer” honestos. Hace falta rendición de cuentas clara, accesible y continua. Explicar decisiones, mostrar procesos, reconocer errores. La confianza crece cuando no hay secretos innecesarios.

Meritocracia con justicia

Recuperar el valor del esfuerzo y la competencia, pero sin excluir la sensibilidad social. No es solo premiar al mejor "técnico", sino al más íntegro, al que aporta con ética y compromiso. El enchufe y el amiguismo deben dejar de ser el camino corto.

Coherencia entre discurso y acción

Las palabras sin hechos desgastan. La coherencia es la mejor campaña de comunicación. Cumplir lo que se promete, asumir consecuencias, no cambiar de valores según el viento. La confianza se pierde por una contradicción, pero se gana por muchas pequeñas fidelidades.

Cultura del cuidado

La confianza no se impone, se cultiva. Cuidar los vínculos, respetar a quienes piensan distinto, crear entornos donde se pueda disentir sin ser atacado. El respeto constante genera seguridad; la agresividad permanente destruye puentes.

Reformar los sistemas, no solo a las personas

No basta con “gente nueva”. Hay que cambiar los mecanismos: convocatorias limpias, evaluaciones justas, instituciones blindadas contra el clientelismo. Si el sistema permite el amaño, siempre habrá quien lo aproveche.

 

La confianza no vuelve con slogans, sino con valentía ética. Es incómodo, sí, pero creo que será lo único que funcionará a largo plazo.

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