Susanna (Johanna Wallroth), Count Almaviva (Huw Montague Rendall) and Don Basilio (Ru Charlesworth) en Las bodas de Fígaro
“Siendo mediocre y arrastrado, se llega a todo”, escribe Beaumarchais en Las bodas de Fígaro. Este señor fue un dramaturgo francés del siglo XVIII. No es una obra cualquiera: fue tan crítica con los abusos de poder y la corrupción cortesana que llegó a estar prohibida en su época. No es casual que Beaumarchais sea recordado como un espíritu revolucionario que preparó, con gran ingenio, el ambiente intelectual de la Revolución francesa. Esta obra merece una atención especial, tan rica en matices políticos y filosóficos, que prometo tratarla en otra entrada de este blog. “Siendo mediocre y arrastrado, se llega a todo”, la frase, puesta en boca de su protagonista, es un dardo contra la corrupción cortesana: la prosperidad no depende del mérito, sino de la capacidad de tres cositas: adular, someterse y arrastrarse.
Cuando la mediocridad se queda en lo privado, sus consecuencias son limitadas: alguien puede arrastrarse para escalar posiciones, y el daño quizá se reduzca a su propia dignidad. Pero cuando esa misma mediocridad servil la ejerce alguien que toma decisiones que afectan a otras personas, la cosa se complica. Entonces deja de ser simple debilidad y se convierte en maldad: porque ya no solo se arrastra, sino que arrastra a los demás al sufrimiento.
El servilismo a instituciones corruptas, mezquinas o cretinas (qué no saben lo que hacer) o a líderes antinaturales, no es neutral. Cuando se actúa sin pensar en las repercusiones negativas que esas decisiones tendrán sobre los otros, se está cruzando la frontera del mal inevitable hacia la maldad elegida.
Aquí aparece una distinción fundamental: no es lo mismo el mal que la maldad. El mal forma parte de la existencia humana: enfermedades, terremotos, pérdidas, injusticias que nos golpean sin que nadie las haya querido. El mal es, en palabras de San Agustín, una privatio boni, una falta de bien que hiere la armonía de la vida. También Tomás de Aquino lo subraya: hay males físicos que escapan a nuestro control y no implican culpa alguna.
La maldad, en cambio, es otra cosa. Nace de la voluntad. Kant hablaba del “mal radical” como esa torsión de la libertad que prefiere el egoísmo antes que la ley moral. Hannah Arendt mostró en el caso Eichmann cómo el mal podía ser “banal”: un funcionario mediocre, incapaz de pensar críticamente, terminaba colaborando en crímenes atroces simplemente obedeciendo órdenes. Aquí la mediocridad ya no es inocente: es cómplice.
Paul Ricoeur, por su parte, distinguía entre el mal como sufrimiento —que nos convierte en víctimas— y el mal como culpabilidad —que nos convierte en responsables—. La maldad pertenece siempre a esta segunda dimensión: no es lo que padecemos, sino lo que hacemos a sabiendas o con indiferencia culpable.
Beaumarchais nos ayuda a unir los hilos: la mediocridad que se arrastra para prosperar termina siendo semillero de corrupción. La falta de coraje, el silencio ante la injusticia, el cálculo egoísta... todo ello configura un tipo de maldad que no necesita de demonios espectaculares, sino de pasillos grises y de gestos tibios. Maritain lo intuyó en clave cristiana: el mal natural puede herirnos, pero la maldad moral es el verdadero fracaso de la libertad, porque es una traición al bien común y a la dignidad humana.
Es decir, considero que el mal es inevitable: nadie escapa al dolor, a la enfermedad o al sufrimiento. Pero que la maldad, en cambio, es evitable: depende de nuestras decisiones, de nuestra capacidad de resistir la mediocridad, la corrupción y la tentación de “arrastrarnos” por conveniencia.
No podemos borrar el mal del mundo. Pero sí podemos reducir la maldad en nuestras vidas y relaciones. El desafío cristiano —y humano— consiste precisamente en eso: no tanto evitar sufrir, sino evitar convertirnos en cómplices del sufrimiento de otros.
Añadir comentario
Comentarios