CAPÍTULO I
Contra el número: una crítica filosófico-pedagógica al sistema de calificación numérica en la educación
1. Origen histórico de la calificación numérica
El sistema de calificaciones numéricas no ha sido siempre parte del panorama educativo. Se trata de un invento relativamente reciente en la larga historia de la enseñanza. Durante siglos, el aprendizaje fue una práctica profundamente contextualizada, situada en relaciones personales y comunitarias, y evaluada de manera cualitativa.
En la antigua China, especialmente desde la dinastía Han (206 a.C. – 220 d.C.), el sistema de exámenes imperiales seleccionaba a los funcionarios del gobierno mediante rigurosas pruebas escritas. Aunque estos exámenes fueron una forma temprana de evaluación sistemática, no incluían calificaciones numéricas estandarizadas, sino que se basaban en rangos jerárquicos y decisiones subjetivas de los examinadores (Elman, 2000).
En la Edad Media europea, las universidades como Bolonia, Oxford y París estructuraban sus currículos en torno a la disputatio, una forma de debate dialéctico donde los estudiantes defendían tesis teológicas o filosóficas ante jurados de maestros. El juicio académico era descriptivo, basado en el lenguaje de la retórica y el mérito argumentativo. Los alumnos eran declarados baccalaureus, magister o doctor, pero no se les asignaba una cifra.
La introducción de la calificación numérica se remonta a finales del siglo XVIII, en el contexto de la Ilustración y el surgimiento de una educación más estandarizada. El primer caso documentado de uso de notas numéricas se atribuye al profesor William Farish de la Universidad de Cambridge, quien en 1792 comenzó a calificar los trabajos escritos de sus alumnos con cifras. Su motivación era racionalizar el trabajo del docente y objetivar el juicio (Hoskin, 1993). Como indica este autor, “la nota numérica transformó el proceso de evaluación en una técnica separada del contenido, medible y comparable”.
A partir del siglo XIX, la calificación numérica se difundió rápidamente por Europa y América. En Prusia, país pionero en la organización estatal de la educación, se adoptó un sistema de evaluación con una escala del 1 al 6, que sigue vigente en Alemania. En Francia, la reforma napoleónica de los liceos introdujo la sistematización de los exámenes escritos y las calificaciones como instrumentos de control estatal. En Estados Unidos, el reformador Horace Mann promovió en la década de 1840 el uso de evaluaciones escritas y escalas cuantitativas como medio para democratizar la educación, aunque sus resultados fueron contradictorios (Kohn, 2011).
En el siglo XX, el proceso se consolida con la expansión masiva de la escolarización, la aparición de los sistemas de pruebas estandarizadas y el auge de la psicometría, como muestra el desarrollo de los test de inteligencia de Binet y Simon en 1905. La escuela, entendida como una maquinaria de clasificación y selección de individuos, adoptó el número como herramienta de eficiencia, control y meritocracia. Así, el saber se convirtió en rendimiento cuantificable.
2. Críticas fundamentales al sistema de calificación numérica
Aunque el uso de notas numéricas se ha naturalizado en los sistemas escolares contemporáneos, numerosos autores, desde diversas tradiciones pedagógicas, han cuestionado su validez y legitimidad.
a) Reduccionismo epistemológico
Una de las críticas más profundas es que el número reduce el aprendizaje a una medición superficial. Como advierte Alfie Kohn, autor de Punished by Rewards y The Case Against Grades, las notas son “una distorsión simplista de un proceso complejo” (Kohn, 1999, p. 36). No pueden captar aspectos fundamentales del desarrollo educativo: la creatividad, el juicio crítico, la cooperación, la evolución del pensamiento o la transformación personal. En palabras del pedagogo español José Gimeno Sacristán, “el saber no es una mercancía acumulable que se mide por unidades de rendimiento; es una experiencia vital, formativa y situada” (Gimeno, 2001, p. 74).
La calificación convierte al aprendizaje en un producto final —una cifra— y desatiende el proceso. De este modo, el alumno se focaliza más en el resultado que en el sentido de lo aprendido. Aparece la lógica del "¿entra para examen?", que revela una mentalidad empobrecida por la presión de la nota.
b) Efectos negativos sobre la motivación
Las investigaciones en psicología educativa muestran que las calificaciones numéricas disminuyen la motivación intrínseca, es decir, el deseo de aprender por el gusto de saber. Un metaanálisis de Deci, Koestner y Ryan (2001) concluyó que las recompensas externas (como las notas) tienden a reducir la motivación interna, especialmente cuando se perciben como controladoras. Cuando los estudiantes estudian para obtener una nota, no aprenden de manera significativa, sino mecánica, estratégica y orientada al resultado.
Kohn lo resume de forma tajante: “Grades reduce students' interest in learning itself, preference for challenging tasks, and quality of thinking” (Kohn, 1999, p. 42). Esta afirmación se ha comprobado en múltiples contextos educativos: las notas fomentan la competencia, la comparación y el miedo al error, en lugar de la exploración, la cooperación y el pensamiento crítico.
c) Falsa objetividad y arbitrariedad
Aunque se presentan como neutras, las calificaciones numéricas son profundamente subjetivas. Como señala Barry Schwartz, profesor de psicología de Swarthmore College, “poner un número a algo tan complejo como el aprendizaje es una ilusión de precisión” (Schwartz, 2004). Los criterios de calificación varían según docentes, asignaturas, niveles, contextos institucionales. ¿Qué diferencia hay entre un 6,8 y un 7,1? ¿En qué momento un alumno "aprueba"?
El número oculta las decisiones valorativas del evaluador y estandariza lo inestandarizable. La subjetividad del juicio no desaparece, sino que se disfraza de ciencia. Esto genera frustración, desconfianza y, en muchos casos, injusticia.
d) Reproducción de desigualdades
La calificación numérica también ha sido criticada desde una perspectiva sociológica como instrumento de reproducción de las desigualdades sociales, como señalaron Bourdieu y Passeron en La reproducción (1970). Al evaluar a todos los estudiantes con los mismos estándares, sin considerar su origen social, su capital cultural, su contexto emocional o su lengua materna, el sistema de calificaciones legitima las diferencias como “mérito”, cuando muchas veces son el resultado de condiciones estructurales.
En lugar de compensar desigualdades, las notas tienden a consolidarlas. El alumno con menos recursos parte de una desventaja que se traduce en peores calificaciones, lo cual tiene efectos a largo plazo en su autoestima, su trayecto académico y su acceso a oportunidades.
3. Alternativas: hacia una evaluación significativa y formativa
La solución no consiste en abolir toda forma de evaluación, sino en repensarla radicalmente. Evaluar no es sinónimo de calificar. Evaluar significa observar, dialogar, acompañar, identificar avances, detectar dificultades, ofrecer retroalimentación constructiva. Como dice la pedagoga Neus Sanmartí, “evaluar es un acto pedagógico que debe formar parte del proceso de enseñanza-aprendizaje” (Sanmartí, 2007, p. 15).
La evaluación formativa se basa en una lógica completamente distinta a la calificación sumativa. No busca sancionar ni clasificar, sino ayudar a aprender mejor. Entre sus estrategias se incluyen:
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Autoevaluación: el estudiante reflexiona sobre su propio proceso, identifica logros y áreas de mejora.
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Coevaluación: los compañeros valoran el trabajo de otros, aprendiendo a dar retroalimentación argumentada.
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Portafolios de aprendizaje: el alumno documenta su evolución mediante trabajos, reflexiones y proyectos.
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Rúbricas abiertas: los criterios de evaluación son compartidos, discutidos y adaptados al contexto.
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Narrativas de progreso: informes cualitativos sobre los avances personales, con lenguaje comprensivo y orientador.
Numerosos países han experimentado con modelos de evaluación sin notas. Finlandia no usa calificaciones numéricas en la primaria, y en secundaria los docentes priorizan el seguimiento personalizado. En Noruega, algunos centros han eliminado las notas en ciertas etapas para centrarse en la autonomía del estudiante. Incluso en contextos más competitivos como Canadá, se aplican reportes narrativos y descriptivos para acompañar el crecimiento educativo.
En España, la actual ley educativa (LOMLOE, 2020) promueve una evaluación competencial, es decir, orientada a las habilidades reales del estudiante más allá del contenido teórico. Esta perspectiva abre posibilidades para una evaluación más humana, aunque su aplicación práctica sigue enfrentando resistencias por parte del sistema.
LA CALIFICACIÓN DESVÍA EL SENTIDO PROFUNDO DE APRENDER
El sistema de calificación numérica, heredero de una lógica ilustrada, mecanicista y productivista, ha servido para ordenar y controlar la educación en contextos masivos. Pero hoy, en un mundo que exige pensamiento crítico, creatividad, empatía y adaptabilidad, resulta claramente insuficiente y contraproducente. El número no mide lo que importa; al contrario, muchas veces desvía el sentido profundo de aprender.
Educar no es clasificar, sino acompañar procesos vitales de transformación. Evaluar no es juzgar, sino ayudar a crecer. La sustitución de las calificaciones numéricas por formas cualitativas, comprensivas, formativas y participativas no es una utopía pedagógica: es un imperativo ético y democrático. Si queremos una educación que humanice, que libere, que inspire, debemos dejar atrás la tiranía del número y volver al arte de mirar, de escuchar, de orientar.
Bibliografía
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Bourdieu, P., & Passeron, J.-C. (1970). La reproducción. París: Éditions de Minuit.
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Deci, E. L., Koestner, R., & Ryan, R. M. (2001). “Extrinsic Rewards and Intrinsic Motivation in Education: Reconsidered Once Again.” Review of Educational Research, 71(1), 1–27.
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Elman, B. (2000). A Cultural History of Civil Examinations in Late Imperial China. University of California Press.
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Gimeno Sacristán, J. (2001). Educar por competencias, ¿qué hay de nuevo?. Madrid: Morata.
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Hoskin, K. (1993). “Examinations and the Schooling of Science.” In Popkewitz, T. (Ed.), Changing Patterns of Power: Social Regulation and Teacher Education Reform. Albany: SUNY Press.
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Kohn, A. (1999). The Schools Our Children Deserve. Boston: Houghton Mifflin.
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Kohn, A. (2011). The Case Against Grades. Educational Leadership, 69(3), 28-33.
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Sanmartí, N. (2007). 10 ideas clave: evaluar para aprender. Barcelona: Graó.
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Schwartz, B. (2004). The Paradox of Choice. Harper Perennial.
CAPÍTULO II
Desde el punto de vista de un filósofo humanista cristiano, la reducción de la educación a un sistema de calificaciones numéricas representa una traición a la esencia misma del acto educativo. La educación no es, en su raíz, una mera transmisión técnica de conocimientos ni una competencia entre individuos por alcanzar un rendimiento cuantificable. Es, mas bien, un encuentro entre personas, una relación de mediación entre el maestro, el discípulo y la verdad, orientada al cultivo de la interioridad, de la libertad responsable y de la vocación solidaria.
Crítica desde el humanismo cristiano
1. La educación como acto personalista y comunitario
El pensamiento de Jacques Maritain, uno de los más lúcidos representantes del humanismo cristiano del siglo XX, insiste en que “educar es liberar” —liberar a la persona para que pueda realizar su vocación trascendente en comunión con los demás. Pero el sistema de notas numéricas rompe esta lógica: cosifica al alumno, lo reduce a una cifra, lo convierte en objeto de medición, y no en sujeto de crecimiento.
“Lo que cuenta en educación no es que el alumno rinda más que otro, sino que cada persona pueda desplegar lo mejor de sí misma en su verdad profunda” (Maritain, Education at the Crossroads, 1943).
El sistema de notas fomenta la competitividad individualista, no la cooperación fraterna; valora más el resultado que el proceso; produce una lógica meritocrática que contradice la igual dignidad de todos los seres humanos, principio esencial del cristianismo.
2. El riesgo de una cultura tecnocrática
Cuando la educación se basa en el rendimiento medible, se alinea peligrosamente con una visión tecnocrática del ser humano, que olvida la dimensión espiritual, ética y afectiva del aprendizaje. La “buena nota” se convierte en un ídolo, un fin en sí misma, y ya no se educa para la verdad, la justicia o el bien común, sino para el éxito personal.
Este fenómeno es lo que Paolo Benanti, teólogo franciscano y experto en ética tecnológica, denuncia como “algor-centrismo”: una tendencia de la sociedad moderna a creer que todo lo real es lo que se puede medir, computar y evaluar mediante algoritmos. Aplicado a la educación, esto lleva a evaluar al estudiante como un producto y no como una persona en proceso de formación integral.
Propuesta alternativa: evaluación dialógica y personalista
Desde este horizonte, el humanismo cristiano no niega la necesidad de evaluar. Lo que impugna es la lógica reductiva de la calificación numérica como criterio absoluto del valor del alumno. Lo que propone es una evaluación auténticamente educativa, que:
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Respete la unicidad de cada persona: cada alumno tiene un ritmo, una historia, una vocación.
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Valore el esfuerzo, el proceso, la transformación interior.
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Incluya el diálogo, la tutoría personalizada, la retroalimentación cualitativa.
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Sea cooperativa y no competitiva, promoviendo la comunidad de aprendizaje.
Esto no es utópico. Existen experiencias pedagógicas —inspiradas por el pensamiento personalista cristiano— que prescinden de la nota y optan por la narración evaluativa, el portafolio de aprendizaje, la auto y coevaluación, prácticas todas que dignifican al estudiante y refuerzan su responsabilidad.
Educar con alma
Reducir el alma humana a un número es un error antropológico. Educar es cuidar del alma, no pesarla como si fuera mercancía. El cristianismo nos enseña que cada persona es única, imagen de Dios, y por tanto no evaluable en términos cuantitativos absolutos.
Recuperar una educación basada en la relación, la contemplación, el acompañamiento y el servicio es, hoy más que nunca, un acto de resistencia profética. Porque en una cultura de la competencia, educar para la comunión es un signo del Reino.
Capítulo: La trampa del mérito – Calificación y desigualdad según Bourdieu y Passeron
CAPÍTULO III
La trampa del mérito – Calificación y desigualdad según Bourdieu y Passeron
Este capítulo examina críticamente el sistema de calificación escolar desde la sociología de la educación, particularmente a partir de la obra de Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron (*La reproducción*, 1970). En diálogo con el humanismo cristiano, se argumenta que las calificaciones no son mecanismos neutros, sino instrumentos de reproducción social que encubren la desigualdad estructural bajo la apariencia del mérito.
1. El sistema educativo como dispositivo de reproducción social
Según Bourdieu y Passeron, el sistema educativo no es una vía de ascenso social basada en el mérito, sino un aparato de legitimación del orden social. A través de las calificaciones, convierte las diferencias sociales heredadas en diferencias académicas aparentemente justificadas, ocultando su origen estructural.
2. La violencia simbólica de la evaluación
Las calificaciones ejercen violencia simbólica al imponer criterios de valoración culturalmente arbitrarios como si fueran universales y objetivos. El estudiante interioriza su fracaso como falta personal, sin cuestionar que el sistema premia habitus y capitales culturales propios de las clases dominantes.
3. Habitus, capital cultural y éxito escolar
El éxito escolar depende del habitus del alumno y del capital cultural heredado. Quienes poseen un estilo de comunicación y pensamiento más cercano al exigido por la escuela son mejor calificados. Así, la evaluación cuantitativa refuerza desigualdades en lugar de superarlas.
4. La nota como mecanismo de clasificación social
Las notas no solo miden aprendizajes: clasifican socialmente. Funcionan como filtros que orientan y excluyen. La escuela legitima estas exclusiones con el argumento de que evalúa capacidades individuales, cuando en realidad consagra privilegios culturales de origen.
A modo de resumen del libro de Bourdieu y Passeron
Tesis central de La reproducción
La escuela no es un instrumento neutral de transmisión de saber, sino un dispositivo ideológico que contribuye a la reproducción de las estructuras sociales. Bajo la apariencia de mérito, objetividad y equidad, legitima las desigualdades sociales existentes al convertir privilegios heredados en “talento” o “mérito individual”.
“La escuela sanciona la herencia cultural de clase como si fuera capacidad natural.” (La reproduction, p. 31)
Relación con las calificaciones
Las calificaciones (números, letras, rangos) funcionan como mecanismos simbólicos de legitimación del orden social. Parecen justas porque se presentan como objetivas, pero en realidad traducen y validan las desigualdades sociales preexistentes.
- El alumno que saca mejores notas no es necesariamente más capaz, sino más adaptado al habitus escolar, que coincide con el capital cultural de las clases dominantes.
- Las calificaciones “naturalizan” la distancia entre clases, y culpabilizan al estudiante: si fracasa, se considera que es por falta de esfuerzo, no por desigualdad estructural.
“El sistema de enseñanza selecciona a los mejores, es decir, a los mejor dotados de los dones socialmente más rentables.” (p. 44)
Crítica a la ideología del mérito
Uno de los conceptos clave es la “violencia simbólica”: el poder que se ejerce sobre un grupo sin coerción física, sino mediante significados, normas y valores que el grupo dominado acepta como legítimos. El sistema de calificaciones ejerce violencia simbólica al presentar como neutro lo que es socialmente construido.
- La nota oculta el origen social del rendimiento.
- Se internaliza la culpa del fracaso escolar como falta de talento o esfuerzo individual, cuando en realidad hay una falta de correspondencia entre el habitus del alumno y las expectativas de la escuela.
“La escuela impone como legítimos unos criterios de evaluación que son arbitrarios desde el punto de vista de los dominados.” (p. 50)
El habitus y el capital cultural
El éxito escolar depende en gran parte del “capital cultural heredado” (manera de hablar, de leer, de razonar, actitudes ante el saber, etc.), que los estudiantes de clases altas traen de casa. Las calificaciones premian ese capital sin nombrarlo, es decir, como si fueran competencias individuales.
“El sistema escolar disimula que su código cultural de referencia coincide con el de la burguesía.” (p. 89)
La reproducción a través de la evaluación
La evaluación escolar, al basarse en criterios pretendidamente objetivos (calificaciones, exámenes, rendimiento), es el principal mecanismo de reproducción social encubierta.
- El sistema selecciona y orienta a los alumnos en función de su origen social, disfrazando esa selección como si fuera neutral.
- Las notas son dispositivos de clasificación social, no solo pedagógica.
“El sistema escolar opera una selección social bajo la forma de una selección académica.” (p. 112)
Desde Bourdieu y Passeron, podemos sustentar una crítica fuerte a la calificación como mecanismo de:
- Legitimación del privilegio social bajo apariencia de mérito.
- Violencia simbólica que convierte la cultura dominante en norma universal.
- Reproducción de la desigualdad, ya que lo que se premia no es el aprendizaje real, sino la conformidad con códigos culturales específicos.
- Despolitización del fracaso escolar, que se interpreta como individual en lugar de estructural.
Este tema se puede vincular con otros autores (Paulo Freire, Alfie Kohn, José Gimeno Sacristán) para contrastar este análisis sociológico con el pedagógico y el filosófico.
Lo abordamos en los siguientes capítulos, pero antes permítanme que les comparta una traducción, atrevida traducción por mi parte, de un maravilloso artículo de Alfie Kohn, The Case Against Grades. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Educational Leadership en noviembre de 2011 (volumen 69, número 3, pp. 28-33). Se trata de uno de los textos más citados de Alfie Kohn, y existe además una versión ampliada disponible en su página oficial. En este ensayo, Kohn desarrolla una crítica sistemática a las calificaciones numéricas como instrumento de evaluación, argumentando que los sistemas de notas reducen la motivación intrínseca, empobrecen el pensamiento y generan un clima competitivo contrario al aprendizaje profundo. El texto se apoya en décadas de investigación psicológica y pedagógica, y constituye una de las defensas más sólidas de una educación sin calificaciones en el ámbito anglosajón contemporáneo.
Alfie Kohn (nacido en 1957, en Miami Beach, Florida) es un autor, conferenciante y ensayista estadounidense especializado en educación, psicología y teoría de la motivación. Es conocido por su crítica radical a la cultura de la competencia y al uso de recompensas, castigos y pruebas estandarizadas en las escuelas. Tras licenciarse en la Universidad de Brown y cursar estudios de posgrado en la Universidad de Chicago, Kohn inició su carrera docente y pronto se consolidó como una de las voces más influyentes en la educación progresista norteamericana.
Entre sus obras más relevantes destacan Punished by Rewards (1993), una crítica al sistema conductista de incentivos y sanciones; The Schools Our Children Deserve (1999), donde defiende un aprendizaje cooperativo y significativo; The Case Against Standardized Testing (2000), una impugnación de las pruebas estandarizadas; Unconditional Parenting(2005), que propone una educación centrada en el afecto y no en el control; y The Homework Myth (2006), en la que desmonta el supuesto valor pedagógico de los deberes.
Los artículos y conferencias de Kohn son ampliamente citados en el ámbito de la pedagogía crítica y del humanismo educativo. La revista Time lo ha descrito como “uno de los críticos más contundentes del apego de la educación a las calificaciones y a las pruebas estandarizadas”. Su pensamiento ha influido especialmente en los movimientos de evaluación formativa, aprendizaje cooperativo y educación democrática, defendiendo siempre que “aprender no es rendir cuentas, sino comprender”.
Lo dicho, me atrevo a compartir parte de su artículo traducido. Bastará con la primera parte para ir extrayendo conclusiones.
El caso contra las calificaciones
Por Alfie Kohn
“Recuerdo la primera vez que se adjuntó una rúbrica de calificación a uno de mis escritos... De repente, toda la alegría desapareció. Estaba escribiendo para obtener una nota, ya no estaba explorando por mí misma. Quiero recuperar eso. ¿Alguna vez lo recuperaré?”
— Claire, una estudiante (en Olson, 2006)
Hasta ahora se ha escrito lo suficiente sobre la evaluación académica como para llenar una biblioteca, pero si uno se detiene a pensarlo, todo el asunto realmente se reduce a un sencillo baile de dos pasos: necesitamos recopilar información sobre cómo están aprendiendo los estudiantes, y luego necesitamos compartir esa información (junto con nuestros juicios, quizá) con los propios estudiantes y con sus familias. Recoger y comunicar: eso es prácticamente todo.
¿Dices que el diablo está en los detalles? Tal vez sí, pero yo argumentaría que prestar demasiada atención a los detalles de la implementación puede estar distrayéndonos de la imagen más grande, o al menos de un par de conclusiones notables que surgen de la mejor teoría, práctica e investigación sobre el tema: recoger información no requiere exámenes, y compartirla no requiere calificaciones. De hecho, a los estudiantes les iría mucho mejor sin ninguno de estos relictos de una era menos ilustrada.
Por qué los exámenes no son una manera particularmente útil de evaluar el aprendizaje (al menos el que importa), y qué hacen los educadores reflexivos en su lugar, son preguntas que debemos dejar para otro día. Aquí, nuestra tarea es examinar críticamente la segunda práctica: el uso de letras o números como resúmenes evaluativos del rendimiento de los estudiantes, independientemente del método utilizado para llegar a esos juicios.
Los efectos de las calificaciones
La mayoría de las críticas que hoy escuchamos sobre las calificaciones ya fueron planteadas con fuerza y elocuencia hace entre cuatro y ocho décadas (Crooks, 1933; De Zouche, 1945; Kirschenbaum, Simon y Napier, 1971; Linder, 1940; Marshall, 1968), y estos ensayos tempranos resultan muy reveladores. Nos recuerdan cuánto tiempo ha estado claro que hay algo profundamente errado en lo que hacemos, así como cuán poco hemos avanzado en actuar sobre esa constatación.
Durante las décadas de 1980 y 1990, psicólogos educativos estudiaron sistemáticamente los efectos de las calificaciones. Como he documentado en otros textos (Kohn, 1999a, 1999b, 1999c), cuando se comparan estudiantes —desde la primaria hasta la universidad— que se enfocan en las calificaciones con aquellos que no lo hacen, los resultados apoyan tres conclusiones sólidas:
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Las calificaciones tienden a disminuir el interés del estudiante por el aprendizaje.
Una "orientación hacia la nota" y una "orientación hacia el aprendizaje" han demostrado ser inversamente proporcionales. Según mi conocimiento, todos los estudios que han investigado el impacto de recibir calificaciones (o instrucciones que enfatizan la importancia de obtener buenas calificaciones) han encontrado un efecto negativo sobre la motivación intrínseca. -
Las calificaciones fomentan la preferencia por la tarea más fácil posible.
Si haces que un estudiante sepa que algo será calificado, su reacción será evitar riesgos intelectuales. Elegirá un libro más corto, o un tema conocido, no porque sea perezoso, sino porque está respondiendo racionalmente a un sistema adulto que le ha dicho que lo importante es el resultado, no el aprendizaje. -
Las calificaciones tienden a reducir la calidad del pensamiento.
En lugar de preguntarse “¿cómo sabemos que esto es verdad?”, se preguntan “¿esto va a estar en el examen?”. En un experimento, estudiantes que sabían que serían calificados sobre una lección de ciencias sociales entendieron peor la idea principal que aquellos a quienes se les dijo que no habría calificación. Incluso en términos de memoria mecánica, el grupo con calificación recordó menos hechos una semana después (Grolnick y Ryan, 1987).
Referencias bibliográficas
- Bourdieu, P., & Passeron, J.-C. (1970). *La reproduction*. Paris: Éditions de Minuit.
- Maritain, J. (1943). *Education at the Crossroads*. Yale University Press.
- Kohn, A. (1999). *The Schools Our Children Deserve*. Boston: Houghton Mifflin.
- Gimeno Sacristán, J. (2001). *Educar por competencias, ¿qué hay de nuevo?*. Madrid: Morata.
CAPÍTULO IV
el aprendizaje verdadero es siempre más ancho que cualquier escala
A la hora de discutir la educación y, en particular, la lógica de las calificaciones numéricas, conviene anclar el debate en dos panoramas que se entrelazan: por un lado, una historia amplia de las teorías de la educación desde la Grecia clásica hasta hoy; por otro, una síntesis rigurosa —en clave biográfica e intelectual— de las teorías del aprendizaje asociadas a autores fundamentales. Solo así puede verse con claridad qué conciben unos y otros por “aprender”, cómo se legitima evaluar y por qué reducir ese proceso a números empobrece su sentido.
La preocupación por educar aparece ya en la paideia griega, que no era un adiestramiento técnico, sino la formación integral del ciudadano. Sócrates enseñó a pensar dialogando y preguntando, instaurando una pedagogía de la mayéutica que presupone autonomía moral; Platón, en la Academia, imaginó la dialéctica como ascenso al bien y subrayó el valor de las matemáticas en la formación del juicio; Aristóteles, en el Liceo, articuló una educación orientada a la virtud, donde el conocimiento práctico (phronesis) rectifica la vida. La edad media cristiana institucionalizó el trivium y el quadrivium, y las universidades se construyeron en torno a la disputatio: aprender era argumentar públicamente. Con el humanismo renacentista, Erasmo defendió una educación de las letras para la libertad interior. La modernidad, sin embargo, inauguró la psicología del sujeto y con ella una pedagogía que oscila entre el naturalismo de Rousseau —Émile como experimento moral del crecimiento— y la didáctica gradual y universal de Comenius, que en la Didáctica Magna imaginó una escuela para todos. Locke y su Some Thoughts Concerning Education convirtieron la formación en disciplina de hábitos; Pestalozzi y Herbart integraron método, interés y moral; y Fröbel inventó el kindergarten, entendiendo el juego como núcleo del aprendizaje. El siglo XX será el laboratorio decisivo: la escuela activa de Dewey reclamó aprender haciendo en comunidad; Montessori organizó ambientes preparados que favorecen la autonomía; Steiner pensó la educación como arte del desarrollo anímico; y, a lo largo del siglo, se consolidan la psicología científica y la sociología de la educación, que proporcionan marcos teóricos potentes: conductismo, cognitivismo, constructivismo, enfoques socioculturales, teorías ecológicas del desarrollo, aprendizaje social y pedagogías críticas. En paralelo, emergen la psicometría y la evaluación estandarizada, que terminan por naturalizar la calificación numérica como sinónimo de “evidencia”, a pesar de que muchos de los autores más influyentes discuten que el aprender sea reducible a métricas.
John Broadus Watson (1878–1958) inaugura el conductismo en 1913 con su “manifiesto” Psychology as the Behaviorist Views It: la psicología debe estudiar la conducta observable y predecirla-controlarla. Aprender equivale a formar asociaciones estímulo-respuesta, y la educación, en esta óptica, es diseño de contingencias ambientales; sus escritos posteriores popularizaron la idea de moldear hábitos desde edades tempranas. Burrhus F. Skinner (1904–1990) radicaliza y refina el enfoque con el condicionamiento operante: las conductas se fortalecen por refuerzo y se debilitan por extinción o castigo. En Science and Human Behavior y Beyond Freedom and Dignity sostiene que la enseñanza eficaz se basa en programas de reforzamiento y descomposición de objetivos en pasos observables; su instrucción programada y las “máquinas de enseñar” inspiraron prácticas de evaluación frecuentes y cuantificables. Edward L. Thorndike (1874–1949) ya había allanado el camino con Animal Intelligence y Educational Psychology: sus leyes del efecto y del ejercicio conectan éxito, repetición y rendimiento, y colocan la medida en el corazón de la pedagogía. Wilhelm Wundt (1832–1920), por su parte, funda el primer laboratorio de psicología en Leipzig (1879) y con Principios de psicología fisiológica asienta un ideal experimental que impregnará, directa o indirectamente, las aspiraciones de objetividad en la educación.
Jean Piaget (1896–1980) desplaza el foco a la construcción del conocimiento: la mente no copia la realidad, la organiza en estructuras que evolucionan por equilibración. En obras como La naissance de l’intelligence chez l’enfant o La construction du réel, describe estadios del desarrollo —sensorio-motor, preoperacional, operaciones concretas, formales— y entiende el aprendizaje como asimilación y acomodación de esquemas en interacción con el entorno. La didáctica constructivista que inspira privilegia tareas desafiantes, error como motor y evaluación formativa que observa procesos, no solo productos. David P. Ausubel (1918–2008), cercano pero distinto, formula el aprendizaje significativo: lo nuevo se integra en la estructura cognitiva preexistente mediante organizadores previos y una enseñanza expositiva bien anclada; The Psychology of Meaningful Verbal Learning y Educational Psychology: A Cognitive View son referencias claves. Su máxima —“el factor más importante que influye en el aprendizaje es lo que el alumno ya sabe”— justifica diagnósticos cualitativos antes que pruebas indiferenciadas.
Lev Vygotsky (1896–1934) aporta el giro sociocultural: el pensamiento es internalización de prácticas mediadas por herramientas y lenguaje; la zona de desarrollo próximo define el espacio donde la guía de otros hace posible lo que el individuo no lograría solo. Pensamiento y lenguaje y los textos compilados en Mind in Society sustentan una pedagogía del andamiaje, la colaboración y la evaluación como acompañamiento dialógico. Albert Bandura (1925–2021) demuestra que se aprende observando modelos y anticipando consecuencias; Social Learning Theory y Self-Efficacy articulan el papel de la autoeficacia en la perseverancia: quien cree que puede, aprende más y persiste más. Jerome S. Bruner (1915–2016) defiende la estructura de las disciplinas y la espiral curricular: todo contenido puede enseñarse de manera intelectualmente honesta a cualquier edad si se representa adecuadamente. The Process of Education y Toward a Theory of Instruction proponen descubrimiento guiado, formatos de representación (enactiva, icónica, simbólica) y una evaluación que valore el sentido, no solo la ejecución.
Carl R. Rogers (1902–1987), desde la psicología humanista, afirma que aprender es un proceso autoimpulsado cuando el clima es de aceptación, congruencia y empatía. Freedom to Learn describe aulas centradas en la persona, donde el docente es facilitador y las notas, si existen, no colonizan la motivación. Erik H. Erikson (1902–1994) sitúa el aprendizaje en el mapa psicosocial del desarrollo, desde la confianza básica hasta la integridad del yo; Childhood and Society y Identity: Youth and Crisis ayudan a entender por qué la escuela debe cuidar crisis evolutivas —como la búsqueda de identidad— que no se “evalúan” con exámenes, pero condicionan toda cognición. Urie Bronfenbrenner (1917–2005) añade la ecología del desarrollo: microsistema, mesosistema, exosistema y macrosistema se entretejen en la formación del niño; The Ecology of Human Development sugiere que medir al alumno sin mirar su contexto es un experimento vacío.
Paulo Freire (1921–1997) ofrece quizá la crítica pedagógica más influyente a la cultura de la calificación como mecanismo de poder. En Pedagogía del oprimido denuncia la “educación bancaria” —depositar contenidos, retirar calificaciones— y propone una pedagogía problematizadora donde educadores y educandos se reconocen sujetos históricos. La evaluación es praxis reflexiva para la liberación, no control. Jacques Maritain (1882–1973) aporta, desde el humanismo cristiano, una antropología educativa que subordina toda técnica a la dignidad de la persona; en Education at the Crossroads reclama una educación de la inteligencia y de la libertad, incompatible con el reduccionismo cuantitativo cuando éste deja de ser medio y deviene fin. En un plano afín, Ivan Illich, aunque no solicitado, radicaliza la crítica institucional en La sociedad desescolarizada, y la tradición personalista (Mounier) reitera que educar es acompañar una vocación.
El giro cognitivo y sociocognitivo del siglo XX se acompaña de teorizaciones didácticas más recientes. Marcy P. Driscoll (n. 1950) sistematiza en Psychology of Learning for Instruction el diálogo entre conductismo, cognitivismo y constructivismos para el diseño instruccional, insistiendo en alinear objetivos, estrategias y evaluaciones que proporcionen retroalimentación significativa. Ted Panitz, promotor del aprendizaje colaborativo a finales del siglo XX, argumenta que la cooperación desborda la lógica competitiva y transforma motivaciones y resultados; en textos como “The Case for Student-Centered Instruction via Collaborative Learning” o “Collaborative versus Cooperative Learning” discute evidencias de logro, actitudes y retención en contextos no jerarquizados por la nota. Jerome Bruner, ya citado, y David Ausubel conectan con otras corrientes como el andamiaje de Wood, Bruner & Ross y la metacognición de Flavell, que dan más cuerpo a la idea de evaluar procesos conscientes de aprendizaje. Finalmente, Albert Bandura, con su teoría social cognitiva, y las propuestas sobre autorregulación de Zimmerman, hacen comprensible por qué calificaciones excesivamente salientes pueden minar la autoeficacia y desplazar metas de dominio por metas de desempeño.
Junto a estos marcos, figuras liminares ensamblan la psicología científica con la pedagogía. Wilhelm Wundt, ya aludido, no fue pedagogo, pero su ideal de laboratorio inspiró una educación obsesionada por lo medible. Thorndike institucionaliza pruebas y baremos; y el siglo XX multiplica tests estandarizados que traducen habilidades a puntuaciones normativas. La sociología crítica —con Bourdieu y Passeron a la cabeza— respondía que la evaluación cuantificada, sin conciencia de sus supuestos, opera como violencia simbólica, pues premia el habitus de las clases dominantes adjudicándole la máscara del mérito. La psicología humanista y las pedagogías críticas replicaron con la centralidad del sentido, la comunidad y la emancipación.
Esta cartografía histórica ilumina el problema de las calificaciones. En la Grecia clásica, nadie habría confundido la paideia con el ranking; en la universidad medieval, la evaluación tenía rostro, palabra y defensa; con la modernidad, la razón instrumental coloniza la escuela y, ya en los siglos XIX y XX, la masificación demanda escalas y taylorismo pedagógico. El conductismo ofreció herramientas potentes para enseñar habilidades discretas, pero tendió a reducir la complejidad del aprender a contingencias cuantificables. El cognitivismo y el constructivismo devolvieron procesos y estructuras al centro, proponiendo evaluaciones formativas, diagnósticos de partida y tareas auténticas. Vygotsky y Bruner mostraron que aprendemos con otros y a través del lenguaje; Bandura recordó que observamos, imitamos y creemos; Bronfenbrenner obligó a mirar alrededor; Rogers exigió un clima humano; Freire rehízo el sentido político y moral de educar; Maritain ofreció una base antropológica para resistir la tecnocracia. Marcy Driscoll y Panitz tradujeron estas intuiciones a diseños y dinámicas de aula donde la evaluación retroalimenta, no castiga; donde la colaboración sustituye a la competencia; donde la evidencia no se confunde con el número.
Si se agregan algunas precisiones biográficas y bibliográficas, el mapa queda más nítido. John B. Watson fue profesor en Johns Hopkins; su artículo de 1913 marca un antes y un después. Skinner, profesor en Harvard, publicó Science and Human Behavior (1953) y Beyond Freedom and Dignity (1971), textos imprescindibles para entender por qué tantos sistemas escolares abrazaron rúbricas cerradas y pruebas frecuentes. Thorndike, profesor en Columbia, redactó Educational Psychology (1903), desde donde se codifica buena parte del vocabulario técnico de la medición. Wundt, en Leipzig, con su laboratorio de 1879, simboliza el sueño de la psicología como ciencia natural, sueño que la escuela emuló sin siempre preguntarse por sus costes. Piaget dirigió el Centro Internacional de Epistemología Genética en Ginebra; Vygotsky trabajó en Moscú en los años treinta; Bandura enseñó en Stanford y se hizo mundialmente conocido por el experimento del muñeco Bobo; Bruner pasó por Harvard, Oxford y la New School. Ausubel fue clínico e investigador; su obra de 1968 sigue vigente en didáctica. Rogers, figura cumbre de la terapia centrada en la persona, llevó a las aulas la misma ética de autenticidad. Erikson, psicoanalista y epistemólogo social, ofreció un marco de maduración que ninguna escuela responsable puede ignorar. Bronfenbrenner, en Cornell, investigó políticas familiares y programas de intervención temprana que ejemplifican cómo evaluar en contexto. Freire vivió el exilio y trabajó en Chile y Ginebra; su pedagogía está más viva que nunca donde la evaluación se confunde con control. Maritain, filósofo tomista, escribió Education at the Crossroads en plena guerra, recordando que el fin de la educación es la persona, no el sistema. Marcy P. Driscoll, decana y especialista en diseño instruccional, compendia en Psychology of Learning for Instruction (1994/2005) las consecuencias pedagógicas de las teorías; Ted Panitz, profesor de matemáticas e ingeniería, publicó a finales de los noventa y comienzos de los 2000 una defensa sostenida del aprendizaje colaborativo y de la evaluación no punitiva.
Vista así, la historia de las teorías de la educación no conduce inevitablemente al imperio de la nota; el camino que desemboca en la calificación numérica es una bifurcación, no un destino. Si se adopta la lente conductista clásica, evaluar será contar respuestas correctas; si se adopta la constructivista, evaluar será comprender cómo un alumno reorganiza sus esquemas; si se adopta la sociocultural, será documentar procesos de mediación y participación en comunidades de práctica; si se adopta la ecológica, será leer el contexto; si se adopta la humanista, será cuidar el clima y la motivación; si se adopta la crítica, será desvelar relaciones de poder. Lo “numérico” puede tener un lugar modesto como indicador entre otros, pero su absolutización contradice el consenso de fondo de un siglo de teoría: aprender es más que rendir, y educar es más que clasificar.
Integrar esta herencia en una propuesta alternativa exige coherencia. Significa diseñar tareas auténticas que convoquen comprensión profunda; explicitar criterios con rúbricas abiertas que sirvan para aprender, no para etiquetar; practicar la autoevaluación y la coevaluación para cultivar metacognición y responsabilidad compartida; construir portafolios que narren trayectorias; usar conferencias estudiante-docente para interpretar evidencias; emitir informes descriptivos que conecten logros, procesos y próximos pasos; y, cuando el sistema exija una calificación sumativa, proteger el proceso acordando la nota a partir de una síntesis dialogada de evidencias. En ese marco, las teorías aquí expuestas dejan de ser catálogo y se vuelven praxis: Vygotsky vive en el andamiaje; Piaget en el conflicto cognitivo que despierta curiosidad; Ausubel en el organizador previo que respeta lo que el alumno ya sabe; Bruner en el descubrimiento guiado que revela la estructura; Bandura en la construcción de autoeficacia mediante experiencias de dominio; Rogers en el clima de confianza que hace florecer el deseo de aprender; Erikson en la sensibilidad a las crisis evolutivas; Bronfenbrenner en la alianza con familias y comunidad; Freire en la lectura crítica de la realidad; Maritain en la centralidad de la persona que no cabe en un número.
Con esta doble historia —de la educación y del aprendizaje— queda claro por qué un libro que critique la calificación numérica no es un capricho: es la consecuencia lógica de tomar en serio lo que la mejor teoría y la mejor práctica han dicho sobre aprender y enseñar durante más de dos milenios. Si Grecia vio nacer la paideia y el diálogo, si la modernidad afinó herramientas y si el siglo XX nos enseñó a mirar procesos, contextos y dignidad, entonces la educación del siglo XXI no puede resignarse a medirlo todo para entender menos. La alternativa no es la anarquía evaluativa, sino una cultura de la evidencia con rostro humano: mucha observación cualitativa, documentación rigurosa de procesos, poca obsesión por rankings, y la convicción —compartida, aunque con acentos distintos, por Piaget, Vygotsky, Bruner, Ausubel, Rogers, Bandura, Freire, Maritain y tantos otros— de que el aprendizaje verdadero es siempre más ancho que cualquier escala.
Conclusión: La nota o la persona
Desde el humanismo cristiano, toda educación que pone el acento en el número y no en la persona ha perdido el alma. No hay nada más contrario al Evangelio que una escuela que mide más de lo que acompaña, que clasifica más de lo que comprende. En lugar de cultivar la libertad interior, el pensamiento y la responsabilidad, hemos erigido una burocracia del rendimiento donde lo cuantificable se confunde con lo valioso.
Y ahí están las autoridades educativas, satisfechas con sus rúbricas, informes y plataformas digitales, convencidas de que un “5,3” o un “9,8” expresan la verdad del aprendizaje. Se llenan la boca con palabras como inclusión, motivación y excelencia, pero siguen exigiendo tablas, medias y gráficos que reducen a los alumnos a curvas estadísticas. Los mismos que predican innovación educativa son, muchas veces, los que más adoran el viejo becerro del dato.
Las direcciones de los centros (yo mismo fui uno de ellos), por su parte, han convertido el boletín de notas en un instrumento de marketing, una vitrina que exhibe logros en lugar de procesos. Se habla de comunidad educativa, pero se gobierna con jerarquías, presiones y miedo al inspector o al ranking. Y, mientras tanto, los docentes que intentan evaluar de otro modo —observando, dialogando, acompañando— son vistos como excéntricos o problemáticos.
El humanismo cristiano no se resigna a esta parodia. Educar, en su raíz, significa sacar hacia afuera lo mejor de cada ser humano, no etiquetarlo ni encerrarlo en un número. La dignidad no se califica; la vocación no se pondera; el asombro no se mide. En palabras de Jacques Maritain, “la educación debe humanizar antes que instruir, formar personas antes que producir resultados”.
Por eso, frente a la dictadura del número, el gesto verdaderamente evangélico es la insurrección pedagógica: devolver la palabra, el silencio y el tiempo a los alumnos; liberar al maestro de la servidumbre de la estadística; recordarle al sistema que ningún Excel, ninguna plataforma tecnológica, puede capturar un alma.
Las autoridades podrán seguir multiplicando decretos, las direcciones podrán exigir rúbricas cada trimestre, pero la verdad seguirá siendo incómoda: no se educa cuando se califica, se educa cuando se acompaña. Y cuando la educación vuelva a ser eso —acompañamiento, búsqueda, encuentro—, quizá entonces merezca otra vez el nombre de “humana”.
Juan Bautista Peris Roig
Doctor en filosofía
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