En el corazón de la condición humana late una paradoja esencial: somos lo suficientemente libres para errar, pero lo suficientemente nobles para corregir. Esta tensión constituye el drama de nuestra existencia, un drama que las sociedades hiperconectadas han magnificado hasta lo grotesco.
El error natural y su condena antinatural
La hamartía -ese concepto griego que designa el "errar el blanco" más que la maldad deliberada- debería enseñarnos humildad epistemológica. Todos llevamos dentro un arquero de miras temblorosas. La precipitación, la información incompleta, el cansancio emocional, los límites cognitivos: he aquí los compañeros inevitables de nuestra libertad. Fallar no es excepción; es dato estadístico de lo humano.
Sin embargo, vivimos una época que ha convertido esta fragilidad constitutiva en pecado capital. Donde debería haber pedagogía, hay escarmiento. Donde debería haber comprensión de lo falible, hay exigencia de perfección performativa.
Redes sociales: la máquina de amplificar fragilidades
Las plataformas digitales han creado un ecosistema moral perverso:
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Economía de la indignación: La corrección fácil genera engagement. Señalar el error ajeno se ha convertido en deporte sanguinario que otorga likes y sensación de superioridad moral.
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Destrucción del contexto: Un desliz, una palabra torpe, un error de juicio son arrancados de su circunstancia y de su trayectoria. La persona es reducida a su peor momento, condenada al presente perpetuo de su fallo.
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Polarización como lente: Ya no evaluamos errores, sino adhesiones tribales. El mismo desacierto es "comprensible equivocación" si viene de los míos, y "prueba de maldad esencial" si viene del bando contrario.
El resultado es una cultura del descarte humano donde vidas enteras -carreras, relaciones, reputaciones- pueden ser destruidas por un solo error, real o imaginado. Hemos perfeccionado la técnica del linchamiento y la hemos hecho viral.
Hacia una ética de la fragilidad compartida
El humanismo cristiano, atento tanto a la dignidad de la persona como a su constitutiva limitación, ofrece antídotos:
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Recordar que todo juicio debe ser provisional: Quien hoy señala el error ajeno, mañana será señalado. Esta conciencia de la reciprocidad en la falibilidad modera nuestro ímpetu condenatorio.
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Rehabilitar la compasión: No como lástima, sino como reconocimiento de que el que yerra participa de la misma condición vulnerable que yo.
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Practicar la "hermenéutica de la caridad": Antes de condenar, buscar las circunstancias atenuantes, la posible buena fe, la trayectoria general de una vida.
La sabiduría del arquero experimentado
El verdadero crecimiento moral no consiste en no fallar nunca -empresa imposible-, sino en desarrollar la capacidad de corregir la puntería después del fallo. La sociedad madura sería aquella que:
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Reemplaza la cultura de la cancelación por la cultura de la oportunidad reparadora.
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Valora más la capacidad de enmendarse que la pretendida impecabilidad.
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Comprende que las biografías humanas se escriben con tachaduras y correcciones.
En este sentido, la hamartía bien entendida nos salva de dos soberbias: la de creernos infalibles y la de creer irremediable a quien yerra. La fragilidad, reconocida y asumida comunitariamente, deja de ser motivo de vergüenza para convertirse en ocasión de crecimiento mutuo.
Al final, la pregunta no es si vamos a seguir errando el blanco -que lo haremos-, sino si habremos creado un mundo donde sea posible, y hasta natural, volver a cargar la flecha, corregir la puntería, y disparar de nuevo.
Epílogo
Hay noches en las que uno sale al escenario —o a clase, o a la reunión, o a la vida— y no encuentra la voz. No hace falta villanía para que algo se tuerza; basta un desajuste: la garganta cerrada, el oído traicionero, el miedo que encoge el diafragma. Los griegos lo llamaron hamartía: errar el tiro. No es “ser malo”, es fallar el bien; no es condena eterna, es señal para corregir la mira.
Pienso en Valeria Castro. Actuó un lunes en Operación Triunfo con Dani Fernández. Las redes hicieron lo suyo —prisa, sarcasmo, sentencias en 30 segundos— y el caso se convirtió en trending pedagógico sobre nuestra forma de juzgar. Tres días después, Valeria anunció una pausa temporal: “El agotamiento y mi salud mental me han ido apagando poquito a poco… necesito parar para recuperarme física y mentalmente”. Reubicó conciertos y agradeció el apoyo. Nada heroico, dirán. Para mí, un gesto adulto en un ecosistema que prefiere el linchamiento o la negación.
Imagino a Valeria volviendo cuando toque. Y pienso en cada uno de nosotros. Todos tenemos un lunes así: la clase que no sale, el ensayo que se cae, la conversación que llega torcida, el artículo que no respira. A veces el gesto más valiente no es forzar la cuerda, sino aflojarla, escuchar al cuerpo, cambiar de métrica. Donde otros ven debilidad, yo veo sabiduría antigua.
Si la hamartía nos enseña algo es esto: no somos villanos por fallar; nos volvemos injustos cuando hacemos del fallo un espectáculo o una identidad. Primero la persona, luego lo demás. Y si hace falta, volver a empezar.
La próxima vez que queramos escribir el chiste fácil, probemos otra cosa: preguntar cómo ayudar. Tal vez ahí, en ese pequeño giro, empecemos a apuntar mejor.
He escrito algo algo sobre esto en mi blog Microfilosofía, que por cierto ha registrado 437 visitas. Si te apetece leerlo, te dejo el enlace.
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