Este año, al preparar el tema de las escuelas helenísticas para mis clases, he vuelto sobre un viejo trabajo de la carrera dedicado a los estoicos. Me ha sorprendido comprobar cómo aquellas reflexiones juveniles (Ay mare! Nunca pensaría que diría eso de “juvenil”) dialogan hoy con mis intereses actuales en torno al humanismo cristiano de Jacques Maritain. Quizá la Stoa Poikile, aquel pórtico pintado de Atenas, no sea tan lejana: sigue ofreciéndonos una lección sobre el arte de vivir humanamente en tiempos inciertos. Comenzamos con un naufragio, un boxeador y una librería.
1. Zenón de Citio: el naufragio como inicio de la sabiduría
Cuentan que Zenón de Citio, comerciante chipriota, naufragó cerca del puerto del Pireo. Despojado de sus bienes, entró por azar en una librería y comenzó a leer los Memorabilia de Jenofonte. Conmovido por la figura de Sócrates, preguntó dónde podía encontrar hombres como él. El librero le señaló a Crates de Tebas, el cínico. Zenón lo siguió, y aquel gesto marcó su destino.
Ese naufragio fue, en realidad, su primera lección filosófica: perderlo todo para encontrarse. Cuando años después enseñó bajo el pórtico pintado —la Stoa Poikile—, había aprendido que la sabiduría consiste en vivir de acuerdo con la razón universal, cultivando serenidad ante lo inevitable y dominio de sí ante la pasión. La suya fue una escuela abierta a la ciudad y al rumor del ágora, una filosofía que no huía del mundo, sino que lo habitaba con entereza.
2. Cleantes de Aso: el boxeador del espíritu
Entre sus discípulos destacó Cleantes de Aso, antiguo boxeador. De noche acarreaba agua para ganarse el sustento y de día asistía a las lecciones de Zenón. Su cuerpo, endurecido por el esfuerzo, simbolizaba una verdad que la Stoa convertiría en principio moral: la sabiduría no se contempla, se entrena.
Cleantes trasladó el combate físico al combate del alma. La virtud —como el cuerpo— se forma a fuerza de constancia. Esa gimnasia interior no busca la imperturbabilidad del asceta, sino la firmeza del hombre libre. Su Himno a Zeuscondensa ese espíritu de aceptación lúcida: el universo entero obedece a una razón que lo penetra todo, y el sabio es quien armoniza su voluntad con esa razón divina.
Esa imagen del alma como gimnasio moral anticipa lo que siglos después Jacques Maritain llamará ascesis de la persona: la integración de las potencias humanas en la búsqueda del bien. Cleantes luchaba para conquistar el silencio interior; Maritain enseñará que ese silencio se abre a la presencia de Dios. El boxeador del espíritu se convierte así en símbolo del hombre que se vence a sí mismo para hacerse disponible al amor.
3. Crisipo de Solos: razón cósmica y coherencia moral
El discípulo más brillante de Zenón fue Crisipo de Solos, quien dio al estoicismo su estructura definitiva. Se decía: “si no hubiera existido Crisipo, no habría existido la Stoa”. Filósofo metódico, sistematizó la doctrina en una visión grandiosa del universo: un todo animado por el logos, una razón providente que ordena cada acontecimiento.
Para Crisipo, la virtud no es un ideal abstracto, sino sintonía con el orden racional del cosmos. Cuando el hombre actúa conforme al logos, coopera —sin saberlo— con la sabiduría divina. El universo, pensaba, es como un cuerpo vivo: cada parte cumple su función en la armonía del todo.
El cristiano puede reconocer en esta intuición un destello de verdad. La palabra logos, que en el Evangelio de Juan designa al Verbo encarnado —En archê ê ho logos—, prolonga el presentimiento estoico, pero lo transforma: donde el logos antiguo es necesidad, el Logos cristiano es libertad creadora. Como escribió Maritain, “el cristianismo no destruye lo natural, sino que lo eleva a su plenitud”. En ese sentido, el cosmos de Crisipo es el umbral metafísico de una revelación que solo el amor personal de Dios completará.
4. Los estoicos romanos: firmeza en la tormenta
Con Panecio de Rodas y Posidonio de Apamea, el estoicismo se abrió al mundo romano y se hizo más práctico. Allí, bajo la toga y el poder, floreció una ética de resistencia. Séneca, Epicteto y Marco Aurelio hicieron del pensamiento estoico una brújula para tiempos convulsos.
Séneca afirmaba que “no hay viento favorable para quien no sabe adónde va”; Epicteto enseñaba que la libertad consiste en gobernar el juicio interior; Marco Aurelio pedía al alma ser “una roca contra la tempestad”. Todos coincidían en que el dominio de sí es la condición de la dignidad.
Su sabiduría sigue siendo actual. En una era dominada por la prisa y el ruido, el estoicismo nos recuerda que no se puede gobernar el mundo sin antes gobernarse a uno mismo. Pero el cristiano percibe algo más: el alma no está sola en esa lucha. La serenidad del sabio es noble, pero la esperanza cristiana la trasciende. Donde el estoico acepta el destino, el creyente confía en la Providencia.
5. De la Stoa al humanismo cristiano
El humanismo integral de Maritain puede leerse como una respuesta a la Stoa: una fidelidad crítica a su ideal de virtud, pero iluminada por la gracia. La virtud deja de ser simple equilibrio cósmico y se convierte en respuesta libre al amor de Dios. La fortaleza del alma se transforma en apertura al Espíritu; la autarquía del sabio, en comunión con los otros.
Maritain comprendió que la persona humana no es un fragmento del cosmos, sino un centro de libertad orientado hacia el bien. Allí donde el estoico busca la serenidad del sabio, el cristiano encuentra la alegría del servicio. En esa tensión se juega nuestra época: entre la autosuficiencia racional y la apertura al misterio.
Epílogo: un nuevo pórtico para el siglo XXI
Quizá hoy, cuando el aula es también pantalla y la atención se disuelve en lo inmediato, necesitamos reconstruir una Stoa interior: un espacio de silencio, reflexión y ejercicio moral. El pensamiento estoico puede ayudarnos a educar la fortaleza, pero el humanismo cristiano nos enseña el motivo último de esa fortaleza: amar lo verdadero, servir al bien común, abrirse a lo trascendente.
El boxeador Cleantes, el lógico Crisipo y el emperador Marco Aurelio siguen recordándonos que la filosofía es, ante todo, una manera de vivir. Y desde el humanismo maritainiano podemos añadir que esa vida tiene un sentido más alto: el alma no se perfecciona para aislarse, sino para donarse.
El pórtico sigue abierto. Su mármol ya no está en Atenas, sino en el interior de cada conciencia que busca unir razón y fe, virtud y gracia, lucha y esperanza.
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